La Evolución de los Cuentos: 4. Aceite de Perro - Ambrose Bierce

Texto completo del cuento de Ambrose Bierce, "Aceite de Perro".

Los mejores relatos de Ambrose Bierce

Me llamo Boffer Bings. NacĆ­ de padres honestos en uno de los mĆ”s humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mĆ­ madre poseĆ­a un pequeƱo estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hĆ”bitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponĆ­an al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto habĆ­a sido debatido nunca polĆ­ticamente: simplemente era asĆ­. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueƱos de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mĆ­. Mi padre tenĆ­a, como socios silenciosos, a dos de los mĆ©dicos del pueblo, que rara vez escribĆ­an una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Ɠleo. Es realmente la medicina mĆ”s valiosa que se conoce; pero la mayorĆ­a de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros mĆ”s gordos del pueblo tenĆ­an prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mĆ­ un pirata.
A veces, al evocar aquellos dĆ­as, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.

Una noche, al pasar por la fĆ”brica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niƱo rumbo al estudio de mi madre, vi a un policĆ­a que parecĆ­a vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo habĆ­a aprendido que los actos de un policĆ­a, cualquiera sea su carĆ”cter aparente, son provocados por los motivos mĆ”s reprensibles, y lo eludĆ­ metiĆ©ndome en la aceiterĆ­a por una puerta lateral casualmente entreabierta. CerrĆ© en seguida y quedĆ© a solas con mi muerto. Mi padre ya se habĆ­a retirado. La Ćŗnica luz del lugar venĆ­a de la hornalla, que ardĆ­a con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavĆ­a en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me sentĆ© a esperar que el policĆ­a se fuera, el cuerpo desnudo del niƱo en mis rodillas, y le acariciĆ© tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, quĆ© guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niƱos, y mientras miraba al querubĆ­n, casi deseaba en mi corazón que la pequeƱa herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.

Era mi costumbre arrojar los niƱos al rĆ­o que la naturaleza habĆ­a provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atrevĆ­ a salir de la aceiterĆ­a por temor al agente. "DespuĆ©s de todo", me dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguirĆ­a sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Ɠleo por otra especie de aceite no tendrĆ”n mayor incidencia en una población que crece tan rĆ”pidamente". En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mĆ­ indecibles penurias arrojando el niƱo al caldero.

Al dĆ­a siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotĆ”ndose las manos con satisfacción, nos informó a mĆ­ y a mi madre que habĆ­a obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los mĆ©dicos a quienes habĆ­a llevado muestras. Agregó que no tenĆ­a conocimiento de cómo se habĆ­a logrado ese resultado: los perros habĆ­an sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. ConsiderĆ© mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habrĆ­a paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fĆ”brica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeƱos superfluos, ni habĆ­a por quĆ© conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podrĆ­a haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue asĆ­. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diĆ”cono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!

Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños mÔs crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.

Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.

A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomÔndose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.

Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuÔnto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.

El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeƱando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus Ćŗltimas energĆ­as ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que habĆ­a traĆ­do el dĆ­a anterior la invitación para la asamblea pĆŗblica.

Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

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Cultura General : La Evolución de los Cuentos: 4. Aceite de Perro - Ambrose Bierce
La Evolución de los Cuentos: 4. Aceite de Perro - Ambrose Bierce
Texto completo del cuento de Ambrose Bierce, "Aceite de Perro".
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